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Dos eternas horas. 4 eternos años.

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La vida transcurre para todos nosotros, de forma inexorable, imparable, avasalladora. Vemos pasar los minutos, las horas, los días, meses y años apenas percibiendo como el presente se escapa de nuestras manos y el futuro se vuelve pasado, como un rayo golpeando a un pobre árbol de macadamia. Recuerdos de alegrías, triunfos, dolores y fracasos se van agolpando en un prodigioso pero cada vez menos eficiente cerebro. Los rostros, voces e imágenes de los que ya partieron a un mejor lugar, dejándonos en el devenir de la cotidianidad temporal, empiezan a perder nitidez, volumen y claridad. La vida sigue. Y seguimos viviendo.  Solo parece que el tiempo se detiene, camina en cámara lenta y se vuelve como un pequeño reflejo de esa eternidad que nos espera al morir, cuando sucede un evento catastrófico en nuestro entorno de vida.  Y sentimos que, como en un mal sueño, todo va absurdamente despacio. Eso debió sentir la gente del pueblo hermano y otrora seguro, Orizaba, Veracruz.  Como si estuvies